LAS INSTRUCCIONES DE DON PACO

El maestro encendió el cigarro, abrió el periódico y antes de callar durante casi una hora marcó a sus pequeños alumnos los ejercicios del 1 al 10 de las páginas 70 y 71 del libro.

- Deben escribir los enunciados y las respuestas en el cuaderno. ¡Pondré nota!

Los pupilos callaron y, a la vez, lo admiraron. Ella, Irma, lo observaba detenidamente pensando que podría ser su padre.

- Mi papá también lee el periódico. Todos los días…, pensaba. Pero Papá no fuma, Mamá no lo deja.

Don Paco no levantaba cabeza a no ser que fuera para echar una calada. Se le veía cómodo tras su mesa de maestro, con esa barba de caballero de la mano en el pecho.

En el aula no se movía una mosca a no ser que fuera para mirarlo a él, a no ser él mismo encendiéndose un nuevo pitillo. La caja sonaba bastante hueca, por lo que Irma dedujo que le quedaban pocos fósforos.

A Irma le gustaba jugar con fuego y se las solía ingeniar para hacerse con alguna caja y encender fósforo a fósforo observando cómo se consumían hasta que sentía el ardor en sus pequeños dedos.

Irma tenía una duda. Levantó la mano. El silencio la mantuvo un largo rato con su brazo elevado hasta que don Paco alzó la mirada por encima de sus gafas.

- ¿Puedo ir a su mesa?

- Acércate, a ver qué problema tienes. Le respondió don Paco dando una última calada a su cigarro para apagarlo en el cenicero lleno de colillas.

Mientras el maestro leía el ejercicio, Irma, sutilmente, se hizo con la caja de fósforos.

Cuando acabó el día, Irma, aún humeante y recordando a su profesor, buscó en el suelo camino a casa una colilla y se escondió bajo las escaleras del portal. Encendió y aspiró hasta el filtro negro de alquitrán el resto de tabaco que había recogido.