Sí, acabo de leer un pequeño artículo en El País donde habla de los asientos reclinables de los aviones. Estos estupendos y maravillosos asientos, donde desde el principio debes ir amarrada no vayas a salir volando en el despegue, son el mayor motivo de conflicto dentro de los aviones. Personalmente, yo me he encontrado protagonizando uno. Que sí, que soy conflictiva pero no para tanto. Así, conflictivas, nos llaman a las mujeres que rechistamos, contestamos cuando algo nos parece injusto o decidimos defender nuestro espacio vital. Y digo vital, porque de espacio de vida o muerte hablamos cuando se trata el problema dentro de un avión.
Teniendo en cuenta de que no soy Tachenko, 1’63, casi no quepo en el asiento, por ejemplo, 4C, y es que, después de la pregunta:
-¿Ventana o pasillo?
- Pasillo y lo más adelante posible, por favor (me enerva oír el ruido del motor), respondo apresuradamente,
después de hacer infinitas colas en facturación, solicito pasillo para poder, al menos, sentirme libre por un lado y no aprisionada cual morcilla de Ontinyent entre el señor de al lado y la mini ventana vertiginosa y existencial.
Pero vamos al hecho. Me ocurrió que, intentando leer el periódico sin comérmelo literalmente, el encantador muchacho de delante inclinó, sin ni siquiera preguntar, su asiento sobre mis narices. Yo, para salir de tal encierro cual ‘Buried’ con un mechero que quema los dedos, delicadamente eché para atrás el mío. ¡Cuestión de sobrevivir! (Gloria Gaynor ponía la banda sonora con su orgulloso ‘I will survive!’)
Sucedió entonces lo inesperado. El educado muchacho nórdico que estaba sentado detrás de mí, empezó a dar salvajes empujones a mi asiento, así, cual vikingo envenenado. Y yo, de sangre araucana, me dejé llevar por la pasión del Caupolicán y casi le arranco la cabeza al vikingo con cuernos incluidos. De repente, mi angelito bueno me susurró, me recordó que debía actuar con tranquilidad y raciocinio. Y… ¡plín! Por primera vez en mi vida llamé a la azafata. Indignada yo antes que los de Sol, acusé a la autoridad, denuncié y, finalmente, gané en lo que terminó siendo sólo una batalla dialéctica seguida de un silencio mortal. Eso sí, los nervios no se me quitaron hasta después de pisar tierra.
¿Quién tiene la culpa de todo esto a parte de los vikingos? Las compañías aéreas que nos confunden con cajas de frutas, es decir, el dinero, que en nuestra sociedad está por encima de cualquier tipo de valores, por encima de cualquier tipo de persona, por encima de cualquier tipo de tapizado, ¡vamos! En este caso, lo único que valemos es el duro que tenemos. Nada, que dentro de poco nos tirarán como maletas dentro de las cintas, nos transportarán en carritos unos encima de otros y viajaremos amontonados en las bodegas de los aviones.