Lola me arañó la mano cuando yo quería que me acariciara el alma.
Me esperaba con los ojos felinos más que abiertos y triangulándome con un alto grado de precisión. Una mirada que lo decía todo, más una pose señorial sobre su elegante sillón.
La traté con respeto, pues me imponían sus finas y delicadas agujas. Me gané su confianza y se acomodó entre mis piernas. Yo, sabiendo de su oído superlativo, sólo le susurré delicadamente:
- Hola Lolita, mientras me emocionaba por el calor que desprendía su pelaje sobre mis piernas. Me había costado más de un año que Lola se me acercara.
Lola no se durmió, como yo creía. Osé acariciarla. Me costó sangre y cicatriz en mi mano.
¡Me dio rabia!
Me marché enojada de su casa. ¡Estaba harta de que me engañaran!
La mañana siguiente me marchaba a trabajar. Mientras esperaba el ascensor, vi a Lola triangulándome con un alto grado de precisión desde la escalera. Se la veía serena, pero no me quise acercar. Ya no me fiaba de ella, estaba completamente enojada, frustrada y decepcionada con la gata.
- A pesar de todo, sigue siendo el felino más bello que he visto en mi vida, pensé mientras bajaba al portal.
Lola me recordaba a la afortunada gata que se posaba sobre el cuello de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Me imaginaba ilusionada que Lola tuviera esa confianza conmigo. ¡Qué elegancia!
Volví a casa tarde. El trabajo me había agotado mentalmente. Fueron demasiadas horas frente a los libros y la pantalla del ordenador. Se abrió la puerta del ascensor en mi planta. Cuando apuntaba con la llave a la cerradura de mi puerta, noté que unos ojos felinos me triangulaban por la espalda con un alto grado de precisión.
No me dio tiempo a pensar. Me desperté en el hospital, acostada en la cama boca abajo mientras un enfermero me hacía curas y me volvía a sedar.
La gata Lola me arañó el alma.
Impresionante.
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